Para la mayoría de nosotros, apenas entraña dificultad saber cuándo debemos acudir al médico.
Sin embargo, seguimos mostrando dudas y reticencias a la hora de dirigirnos al psicólogo, sobre los que aún parece pesar el apelativo de loqueros. Es por ello que todavía muchos asocian el acudir a un psicólogo con reconocer que se padecen graves desórdenes mentales que no son capaces de controlar y resolver. Otro freno para ir tranquilamente a la consulta del psicólogo es el reparo a comunicar a un desconocido nuestros problemas más íntimos. Mostrarnos tal cual somos, hablar de esas frustraciones, obsesiones, complejos inseguridades o debilidades que tantos años llevamos ocultando o disimulando, poner en entredicho nuestra fortaleza mental, sensatez o lucidez y exponernos al juicio de un especialista para quien seremos sólo un caso más se convierte en un duro trance que puede producirnos miedo cuando no terror.
Y así, por unas u otras causas, y a pesar de que algo en nuestro interior nos revela que necesitamos ayuda especializada y que contar nuestras penas a familiares o amigos no es suficiente, nos demoramos demasiado en solicitar una cita con el psicólogo y lo hacemos cuando ya no podemos más y los síntomas de sufrimiento, de inestabilidad psicológica, han devenido en pesadilla. Este retraso, que puede suponer varios años e incluso décadas, puede agravar un problema que atendido a tiempo quizá se hubiera resuelto sin mayor dificultad.